10 abr 2011

Día ocho: confusión moral

Es curioso cómo a medida que crecemos tenemos cada vez menos cosas claras. Quizá tenga que ver con que acumulamos más cantidad de preguntas sin contenstar, a un ritmo proporcional al que surjen los interrogantes. Muchas veces tratamos de rellenarlas con la propaganda que obtenemos de otras personas, de otros espacios, de esas ametralladoras de palabras que nos amenazan constantemente cada día. Pero son capas de pintura nada más. Debajo siguen estando las grietas. A veces nos damos cuenta de ellas.

Yo siempre he tenido las ideas muy claras. Me ha faltado arrojo o decisión, pero mi vida no ha tenido muchas complicaciones y el entorno en el que me ha tocado vivir siempre me ha ayudado a solventar los problemas sin apenas dificultades. Una de las cosas que más me han sorprendido de mí misma estos últimos meses ha sido mi inconsciente cambio de actitud y de opinión con respecto al matrimonio homosexual.

En realidad no sé siquiera si alguna vez me he planteado casarme. No le he dado importancia, tampoco he vivido la ocasión en la que debiera planteármelo. Sí es verdad que muchas veces he pensado que el Estado nunca tendría por qué afirmar nada sobre una cuestión personal (más aún un afecto). La religión es otro tema. Éste lo respeto profundamente, porque es una elección de cada persona. No así el Estado.

En cambio, dejando a un lado los valores personales o la ideología que poco o nada pueden hacer ya en el momento y en la sociedad en que vivimos (y en esto soy profundamente pesimista, creo que es en lo único en lo que lo soy), lo más útil es ser realista. Y tal y como están las cosas, si tienes la suerte de proyectar tu vida futura al lado de la de otra persona que amas lo más sensato es legalizarlo. Igual que comprar una casa si tienes proyectado pasar el resto de tu vida en la misma ciudad. Ya sé que es una visión muy poco romántica, pero es que para mí el romanticismo termina justo cuando dentro del amor entre dos personas (el cual no tiene límite) ha de intervenir un agente externo tan feo como el Estado. Y en esta práctica visión de las cosas ha tenido mucho que ver la primera historia de la película If these walls could talk (Si las paredes hablaran). Recomendabílisima. 

Por diversas cuestiones de la vida, yo me opuse en su momento a la aprobación de la ley de matrimonio homosexual. Quizá esté escribiendo esto por esas zancadillas de la vida que con el tiempo te ponen en tu sitio. Y trate así de purgarlo. Cuando yo misma me he visto (sin quererlo ni beberlo) como protagonista de esta historia -o, mejor dicho, como potencial futura protagonista- me he planteado el tema en serio. Y entonces es cuando me he deshecho de ese bote de pintura que había puesto en su momento y me he dado cuenta de que a mí me gustaría poder casarme con la persona que ame, que seguramente será una mujer. Aunque no sé si lo haré, pero sí me gustaría siquiera poder tener la opción para elegir. Y, por tanto, el tiempo me ha llevado a encontrarme en el otro punto del debate. Algo que tampoco me avergüenza, pero sí es más difícil de lo que imaginaba. Creo que es la primera vez en mi vida que paso del blanco al negro con un simple salto. Y me siento orgullosa de haberlo hecho. Hasta lloré al ver el episodio de la boda entre Maca y Esther. Es más, yo creo que fue ese episodio el que me permitió cambiar de postura al respecto.

Dejando a un lado la paja del asunto, que no debería ser tan política como moral -pero ya sabemos lo que pasa en este país-, se me ha planteado una cuestión añadida que me tiene confusa. Es como un no parar. La pregunta que, una vez resuelta, lleva a otra pregunta. Y yo me siento un poco niña con este tema.

Aceptando ya de hecho que dos personas de un mismo sexo puedan casarse por el hecho de que cumplan la misma motivación (tengan las mismas razones) que les llevan a una pareja de distinto sexo a legalizar su relación amorosa... hay una pregunta que retumba mucho en mi interior heredada de aquella otra época. ¿Dónde está el límite? O, mejor dicho, ¿hay un límite? Es decir, si mañana hay tres personas que se aman y desean legalizarlo, ¿qué hacemos? ¿Se permitiría un matrimonio entre tres personas? ¿Alguien tiene respuesta?

Confirmo la completa confusión de mis ideas y valores al respecto. Me he quedado sin argumentos. Además, no soy ningún ejemplo de firmeza.




El matrimonio Arnolfini, de Jan Van Eyck


3 comentarios:

Nana dijo...

Es curioso que hace muy poco estudiase ese cuadro en historia... esa mujer nunca tuvo hijos :P
Cada día salen más preguntas... y cada día somos más enrrevesados, le buscamos tres pies al gato en lugar de contestarlas con la sencillez que teniamos antes.

thtswhtisaid dijo...

"...porque ser valiente no es sólo cuestión de suerte..."

Punto dijo...

Gran canción! Gracias :)